Homilía de Jueves III del tiempo de Cuaresma (Jer 7, 23-28; Salmo 94; Lc 11, 14-23)

Pbro. Didier Munsiensi Mawete.

“Éste es el pueblo que no escuchó la voz del Señor, su Dios, ni aceptó la corrección.  Ya no existe fidelidad en Israel; ha desaparecido de su misma boca”. Esta conclusión de la palabra de Dios dada a Jeremías refleja la terquedad del hombre. Desde los tiempos remotos, la relación de los seres humanos con Dios sufre de muchos fracasos. El hecho que el hombre sea consciente de su propia existencia, le hace sentir ser más fuerte, al grado de negar la existencia misma de Dios su creador. Por eso, observamos las actitudes negativas de una incredulidad que marca nuestro tiempo. Escuchar a Dios es muy difícil en la actualidad. La verdad es que el ser humano cuando desarrolla su condición de vida, llega a creer que todo eso lo hace con su propia fuerza, se olvida que su vida es un don que Dios le hace por amor y benevolencia. Se encierra en sí mismo y no puede ya escuchar a su creador, que le pide simplemente vivir en el amor con él y con sus semejantes. Por eso la insistencia de Dios: “escuchen mi voz, y yo seré su Dios y ustedes serán mi pueblo; caminen siempre por el camino que yo les mostraré, para que les vaya bien”. Si, “para que les vaya bien” de otra forma diremos: “para que sean felices”. La verdadera felicidad es fruto de bendiciones de Dios al hombre. El amigo de Dios, vive bien, a pesar de que puede padecer situaciones extrañas, sin embargo, La Paz verdadera y la felicidad nunca faltarán en su corazón, porque está en comunión con Dios.

Por otra parte, la envidia distorsiona la idea del hombre. De forma que algo bueno puede verse malo, cuando no estamos habitados por el Espíritu de Jesús. En la curación del mundo, los fariseos, llenos de indignación por saberse incapaces de curar como Jesús, alegan que el Señor expulsa a los demonios con la fuerza del príncipe de demonios. Esto con el objetivo de echarle tierra a la obra de salvación y para que la gente no de crédito a lo que Jesús hace. Esta actitud mezquina se vive también en nuestra actualidad, en el trabajo los compañeros se acusan, los unos a los otros, a los jefes, con el fin de dañar a sus compañeros, los vecinos no les gustan que el otro luzca y avanza. Esta mezquindad, que sale del corazón del hombre es fruto del maligno, el divisor, quien nos siega para no ver el bien que hacen otras personas. El cristiano necesita un corazón agradecido viendo los logros de sus semejantes y se alegra que luzcan por sus buenas obras. La actitud de Jesús es la de un optimista que no se deja bajo la influenza de lo que dirán o lo que piensen. Más bien, demuestra que el bien queda el bien aún que no le guste a los demás. Nos enseña también que el demonio es el que divide. Por eso, concluye: “El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo desparrama”. ¿Con quién estás?

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