VI PASCUA martes 28 mayo 2019
Hech 16, 22-34; Sal 137; Jn 16, 5-11.
Recuerdo cuando mi padre fue llamado a la casa del Padre. Tendría yo entre 16 y 17 años. Ya estaba en el seminario. Me dolió, me dio tristeza su ausencia. Y pensé en mi madre y mis hermanos y todo lo que pudo él seguir haciendo.
Estaba en oración y me vino a la mente una verdad: mi padre ya cumplió con lo que le tocaba vivir, realizar. Ahora a mí me toca vivir y realizar lo que me toca y él, mi padre, me seguirá recordando muchas cosas buenas.
Este testimonio no es sólo humano, es de fe, porque sé ante quine vivió mi padre y cómo llegó al Padre.
Jesús explica a sus discípulos que tiene que volver a su Padre y les anuncia la presencia del Espíritu. ¿Por qué Jesús espera su muerte para enviar este don a sus discípulos? Tal vez porque ellos, viendo a Jesús, no entenderían este don.
También hay otro motivo: “les conviene que me vaya; porque si no me voy, no vendrá a ustedes el Consolador; en cambio, si me voy, yo se lo enviaré”. Jesús nunca deja la comunión con el Padre, y al cumplir su misión está en Él.
Padre e Hijo en comunión plena, eterna, nos dan su Espíritu que los une a ellos para que también nos una a nosotros con ellos. Y no importa cual situación nos toque vivir, el Espíritu Santo actuará siempre.
Este pasaje de Pablo y Silas nos deja ver esa presencia del Espíritu que da paz y serenidad a los apóstoles no sólo para aceptar la cárcel sino para ver por la vida del carcelero, anunciar a Jesucristo y ampliar la familia eucarística.
Es tiempo de mirar nuestra vida en continuidad con la de Cristo, la de los apóstoles, y tomar nuestro lugar.