XXXIV ORDINARIO jueves 29 de noviembre de 2018
Votiva de la Santísima Trinidad
Ap 18, 1-2. 21- 23; 19, 1-3. 9; Sal 99; Lc 21, 20-28
“Cuando vean a Jerusalén sitiada por un ejército, sepan que se aproxima su destrucción”. Esta Palabra tiene un significado histórico. En el año 70 cayó y fue destruida Jerusalén, la gran ciudad. Pasó su tiempo.
De esta finitud y brevedad de la vida terrena es parte el cosmos, que se agita y va perdiendo su solidez. Sólo queda quien vence, Cristo. Por eso es un llamado a la victoria de los discípulos misioneros.
“Cuando estas cosas comiencen a suceder, pongan atención y levanten la cabeza, porque se acerca la hora de su liberación”. El mundo pasa, su creador permanece. Él es nuestro Padre que da vida y en Cristo la lleva a su plenitud.
La expresión del Apocalipsis sobre Babilonia se refiera al imperio romano que es signo del poderío humano que rechaza a Dios quiere levantarse sobre Él. Sólo en Cristo está la vida.
El cántico triunfal del éxodo de la muerte a la vida resuena: “¡Aleluya! El humo del incendio de la gran ciudad se eleva por los siglos de los siglos”. Es ya el camino definitivo, la meta última, la tierra prometida verdadera.
¿Cómo vemos esta imagen apocalíptica hoy? Por la tentación de rechazar a Dios, tomar su lugar, de inventarse a sí mismo el hombre como creador, siendo en realidad criatura.
El mentiroso, la mentira serán como piedra de molino arrojados al mar porque “tus comerciantes llegaron a dominar la tierra y tú, con tus brujerías, sedujiste a todas las naciones”. El mal está en la mentira que seduce.
Mantenernos en Cristo, como discípulos misioneros, significa entonces desde ahora transformar el mundo con la verdad y la pureza que nos hace superar la presente realidad de corrupción, enajenación materialista y egoísmo.
Es la misión de una Iglesia que sale al mundo para servirlo en su santidad.