XXXII ORDINARIO domingo 11 de noviembre de 2018
1Re 17, 10-16; Sal 145; Heb 9, 24-28; Mc 12, 38-44.
Tal vez nos hemos preguntado el por qué construimos los templos, por qué les ponemos adornos de gran valor, por qué usamos ornamentos especiales, que no tienen nada que ver con nuestra ropa tradicional etcétera.
Queremos darle a Dios lo mejor de nosotros mismos. Esa es la razón. Los signos litúrgicos nos acercan al encuentro con Dios. Socialmente usamos ropa especial en una fiesta, por ejemplo, los quince años, el matrimonio.
Con el ejemplo que nos pone Jesús al ver a la pobre viuda que da todo lo que tiene, nos advierte de lo que es importante, poner nuestra fe en Dios. El profeta parece aprovecharse de la viuda en Sarepta. La está preparando en su fe.
¿Qué es lo mejor que podemos darle a Dios? No son las cosas materiales, es nuestra vida. Sí, así de simple. Hay personas que nos admiran, o que nos aman, para la gran mayoría no significamos nada. Cada uno es importante para Dios.
Y si creemos esto, buscaremos la mejor forma de vivir entregando lo que somos a Dios en una ofrenda permanente. “Cristo se ofreció una sola vez para quitar los pecados de todos”. ¡Cristo nos descubre el secreto del amor!
Nos sentimos bien cuando hacemos algo por alguien: escucharlo, animarlo, dar algo material. ¿Y si estuviéramos ante una persona mala, pecadora, haríamos lo mismo? Ordinariamente escogemos a quién darle algo ayudarle.
Jesús nos escogió a cada uno y en la situación más frágil, diríamos de menor valor, en nuestra situación de pecado. Vemos entonces las dimensiones de amor: para estar con, para animar, perdonar, para ponernos en el lugar del pecador.
La pobre viuda da lo que tiene para vivir. Esposos no guarden nada, dense todo el uno al otro. Papás, no escondan el amor, dénselo todo a sus hijos siempre.