XXV ORDINARIO miércoles 26 de septiembre.
Memoria de los Santos Cosme y Damián, mártires.
Prov 30, 5-9; Sal 118; Lc 9,1-6.
El Hijo de Dios, sale de su eternidad y plenitud de amor, es engendrado en el seno de una virgen por obra del Espíritu, y nace en un pesebre. ¿Qué más signos de pobreza y abandono en las manos del Padre, de obediencia?
Jesús sabe que la libertad interior es necesaria para seguir sólo la voluntad del Padre, y no confundirla ni con los intereses personales ni limitarse a necesidades inmediatas de las personas. Va más allá el Reino.
El envío de los discípulos es exigente. Les comparte su poder y autoridad en el amor para sanar, liberar y les pide equipaje ligero: “No lleven nada para el camino: ni bastón, ni morral, ni comida, ni dinero, ni dos túnicas”.
Si les dan algo recibirlo pero no pedir nada, ni exigir, sólo ser firmes en caso de que los destinatarios no acepten el anuncio: “salgan de ahí y sacúdanse el polvo de los pies en señal de acusación”. Significa que son pueblo que rechaza a Dios.
¿Por qué tantas indicaciones? Para no confundir el mensaje. Es Palabra de Dios, no del misionero. Es la verdad de Dios, que no podemos acomodar ni a la manera de pensar y sentir personal ni someterla a los oyentes para quedar bien.
Hoy celebramos a dos santos misioneros, gemelos, médicos de profesión.
Se convirtieron al Señor por la escucha de la predicación y desde entonces orientaron su servicio profesional a la evangelización. Con oración y caridad atendían a los enfermos. Alcanzaron así gran popularidad.
Fue la persecución de Diocleciano en el año 300 que propició su captura y, para convencerlos de rechazar a Cristo y adorar a los dioses romanos, los sometieron a tormento. Ellos permanecieron fieles confesando al Dios de la vida.
Son modelo para quienes se dedican a los enfermos y para todos.