XXV ORDINARIO martes 25 de septiembre.
Por las vocaciones a la vida religiosa.
Prov 21, 1-6. 10-13; Sal 118; Lc 8, 19-21
¿Qué experimenta una madre cuando el hijo se va? ¿Cuándo encuentra un muro que le impide estar con él, platicar, saber cómo se siente? Un muro son cosas personales o personas.
Jesús invita a dejar la propia familia para seguirlo a Él, edificar el reino, y Él lo hace así. La distancia entre su madre y Él es su nueva familia: sus “hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”.
El discípulo, en cuanto tal, se va transformando en hermano del Hijo de Dios al ir cumpliendo la voluntad, con Él mismo, Padre. Nada es automático, supone un proceso: atender, seguir, escuchar, poner en práctica lo que Jesús dice, vive.
Es expresiva la imagen del libro de los Proverbios: “Como agua de riego es el corazón del rey en manos del Señor: él lo dirige a donde quiere”. Son dos cosas, una dejarse conducir, otra, aceptar ir a donde para Dios el discípulo hace falta.
Entonces el desierto se convierte en vergel. El corazón del hombre que está sin sentido, perdido, vacío, encuentra su sentido al mirar la discípulo de Jesús que se va convirtiendo en hermano del maestro y escuchar la Palabra que es, desde el discípulo, el testimonio de lo que el Señor ha hecho en él.
El Señor advierte que “Quien cierra los oídos a las súplicas del pobre clamará también, pero nadie le responderá”, y con esto nos anima a no quedarnos con lo que recibimos de Él, sino que, además de vivirlo, aprovecharlo, darlo.
Hoy, al recordar a nuestros hermanos que quieren seguir al Señor en la Iglesia, insertados en una comunidad que ha recibido un carisma, un don del Espíritu, comprendemos la importancia de su presencia en la Iglesia a la que se unen en una diócesis concreta.