XXIV ORDINARIO jueves 20 de septiembre
Andrés Kim Taegon, presbítero, Pablo Chong Hasang y compañeros, mártires
1Cor 15,1-11; Sal 117; Lc 7, 36-50.
No es posible aceptar a una persona y sentirse indiferente ante ella. Aceptar en el sentido amplio de saber que está ahí. El primer paso será el afecto o rechazo que tengamos, reacción casi automática. El amor es una decisión posterior.
En las relaciones interpersonales nos quedamos en el nivel del afecto, que no es del todo razonado. Lo confundimos con el amor, y por eso decimos que ‘el amor es ciego’, no razonado; sólo el nivel de decisión personal hace posible el amor.
Jesús conoce el interior, sabe cuándo un gesto es de amor y cuándo no. Ante el fariseo que lo invita a comer resalta que éste no cumple ni con la ley, ni con las tradiciones de cortesía. En cambio, la mujer pecadora se desborda en amor.
Y aprovecha la oportunidad para decir en dónde está la conversión y el perdón de los pecados. Si la mujer no había amado, ahora lo hace y sus pecados le son perdonados. Jesús señala finalmente: “Tu fe te ha salvado; vete en paz”.
La fe es un camino que concluye en el amor. Más allá del amor ya no hay más, porque es la decisión de vivir en Dios en quien creemos, de actuar como Él y de dar lo que Él es y nos ha invadido con su ser.
Este amor es el evangelio de Pablo, que recibió de Jesús en la Escritura: “Cristo murió por nuestros pecados… fue sepultado y que resucitó al tercer día… Finalmente, se me apareció también a mí”.
¿Cómo se aparece Jesús resucitado? No es ciertamente como un fantasma, sino por la fe que nos abre a la Escritura, en donde está la promesa cumplida en Él y que puede cumplirse en nosotros, si la aceptamos. Esta fe nos hace testigos, mártires del amor.