XXIII ORDINARIO viernes14 de septiembre de 2018
Por los laicos.
1Cor 9, 16-19. 22-27; Sal 83; Lc 6, 39-42.
Al decidirnos a seguir a Cristo, decíamos que una primera tentación es la de convertirnos en jueces de los demás. Ahora viene una segunda tentación, la de pensar que podemos ser maestros de los demás.
Lo hemos visto muchas veces. Ahora ya nadie quiere ser discípulo, todos nos sentimos con la capacidad, la preparación, la habilidad para ser maestros. Estas dos tentaciones nos ponen en contacto con la soberbia, el pecado del Maligno.
Y si no quiero que nadie me enseñe, puedo llegar a mirar la enseñanza de Jesús como una opinión más dentro de las muchas que circulan en los medios, en los ambientes en que vivimos.
Con toda claridad Jesús nos dice: “El discípulo no es superior a su maestro; pero cuando termine su aprendizaje, será como su maestro”. Esto nos anima, pero nos pone en una dificultad. ¿Cuándo alcanzamos a ser como Él?
Ser perseguidos por causa de Cristo y vivir el amor gratuito hasta para con los enemigos, son los dos puntos de la meta que Jesús nos propone. ¿Cuándo será que lleguemos a ser como nuestro único Maestro?
En el ejercicio de la evangelización, Pablo nos da la pauta: “No tengo por qué presumir de predicar el Evangelio, puesto que ésa es mi obligación. ¡Ay de mí, si no anuncio el Evangelio!”.
Significa llorar, tener hambre del Reino; nunca sentirse satisfecho, que descubra su paga al edificarlo. Ser gratuito como Cristo.
Es importante ubicar la tarea de los laicos. O mejor, del laicado. No se trata sólo de que algunos se incorporen al quehacer de la evangelización como algo extra. Eso sería trabajar por los laicos.
Tenemos que ir por más. Formar un laicado maduro en la fe, que, más allá de la comunidad, en el mundo, sea testimonio de Iglesia que vive a Cristo.