Homilía del señor Obispo Don Guillermo Ortiz Mondragón

XXII ORDINARIO martes 4 de septiembre.
1Cor 2, 10-16; Sal 144; Lc 4, 31-37.
Jesús nos va diciendo, con su vida, lo que es un profeta. No se ata a un lugar, a
una tradición, a un grupo determinado. Parte de otra realidad, Él acoge y vive
la Palabra de Dios como propia identidad, de tal manera que la cumple.
Después de la sinagoga de Nazaret va a otra ciudad importante por la vida
política y la recolección de impuestos. Ahí habla y actúa.
Afirman asombrados los testigos: “¿Qué tendrá su palabra? Porque da
órdenes con autoridad y fuerza a los espíritus inmundos y éstos se salen”. La
más clara expresión para ellos de la fuerza de Dios es la liberación del
Maligno.
Poco a poco Jesús descubre, para todos, el interior de Dios, con su Palabra y
su acción de liberación. Eso significa que el Reino de Dios ha llegado, que
Dios es quien gobierna el universo, tiene poder sobre la naturaleza aún.
Jesús, el profeta a plenitud es la Palabra y el cumplimiento de la misma. Es
por eso Maestro, educador en el conocimiento y el camino para llevarla a la
vida; eso es lo que impacta a todos. Y la fe es precisamente acoger y vivir la
Palabra.
Así como nosotros somos conocidos en la medida que comunicamos por
medio de la palabra lo que vivimos interiormente, así Dios nos da su Palabra.
Pablo nos explica esto respecto al Espíritu.
Dios nos da su Espíritu para que actúe en nuestro interior y podamos
conocerlo. En Cristo, nos da su Palabra para seguirlo, vivir de acuerdo a su
voluntad. El tono de nuestra voz y el lenguaje que usamos, ayuda a
expresarnos con palabras.
Jesús, en cuanto profeta, realiza todo esto: habla, actúa, realiza signos.
¿Estamos dispuestos a acogerlo y seguirlo fielmente?

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