Este domingo 20 de mayo celebramos como Iglesia la Solemnidad de Pentecostés. Ya desde la tarde y noche anteriores a este domingo, en muchas de nuestras comunidades nos reuniremos para pedir la efusión del Espíritu Santo con la celebración de la Vigila de Pentecostés.
Este acontecimiento que enmarca el culmen de las fiestas de Pascua, nos recuerda, cómo la Promesa del Señor se lleva a cabo con el envío de su Espíritu sobre una Iglesia que se está fraguando; éste mismo Espíritu dará formación, sustento y acompañamiento a la primera comunidad cristiana y será quien conduzca a la Iglesia hasta nuestros días.
La acción del Espíritu Santo es la manifestación misma del Amor de Dios. Recordemos que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo y juntos: el Padre, el Hijo y el Espíritu forman una comunión eterna de amor que se manifiesta a lo largo de la Historia de la Salvación. Es por eso que con la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, que estaban reunidos en oración en el cenáculo (Hch 2, 1-13), el Misterio del Dios revelado por Cristo se manifiesta en su punto más álgido, es decir, el Padre eterno que envío a su Hijo amado para la salvación de los hombres ahora envía, junto con su Hijo, a ese Espíritu que revoloteaba sobre las aguas desde el principio del mundo (Cfr. Gén 1, 2) para santificar a su nuevo pueblo que es la Iglesia y dar cumplimiento así, a su proyecto de salvación.
Por tanto, la barca de la Iglesia es conducida por la luz y guía del Espíritu de Dios. La Iglesia que se abre a la acción del Espíritu Santo se ve acompañada por el defensor, por el abogado, por el mismo Amor de Dios. Así pues, si como comunidad invocamos constantemente al Espíritu de Amor, exclamando ¡Ven!, con esto basta, la fuerza de Dios estará de nuestra parte y daremos testimonio de que Dios está vivo y nos ama constantemente. Es necesario dejar de referirnos al Espíritu Santo como “el gran desconocido”, porque no lo es. Siempre y en cada momento podemos vivir un nuevo Pentecostés, si dejamos que el Espíritu inunde nuestro ser con su presencia, si oramos con fuerza pidiendo el Don que viene de lo Alto, Dios derramará sobre nosotros el fuego de su amor. No dudemos ni tengamos miedo de invocar al dulce huésped del alma, ya que somos Templos del Espíritu Santo.
Por Diácono Antonio Mendoza
Vicaría de La Purísima Concepción