II Domingo de Cuaresma febrero 25 de 2018.
Gén 22, 1-2.9-13. 15-18; Sal 115; Ro 8, 31-34; Mc 9, 2-10.
Hemos visto que Jesús, en el evangelio de Marcos va rechazando siempre la publicidad, una imagen triunfalista de su ministerio. Y en este texto vemos el contraste cuando Jesús manifiesta su plenitud de Hijo de Dios victorioso.
La presencia de Moisés y Elías, que evoca la ley y los profetas, nos dice que el Hijo de Dios es más que todos los personajes del Antiguo Testamento ya que es el enviado del Padre: “Éste es mi Hijo amado; escúchenlo”.
Tal vez nosotros, con toda seguridad, reaccionaríamos como Pedro: “Maestro, ¡qué a gusto estamos aquí! Hagamos tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.
La intención de Jesús no está más allá. Revela su pasión y muerte y lo que será todavía una pregunta para sus discípulos, para nosotros, la resurrección. Qué es eso de “resucitar de entre los muertos”. Es nuestra pregunta hoy.
Cuando Abraham lleva a su hijo Isaac al monte Moria, con docilidad casi infantil responde al Señor: “Aquí estoy”, y cumple dócilmente cada uno de los pasos que le son indicados, aún el de levantar la mano sobre su hijo.
La intervención del Señor a través del ángel es para entender el sentido de la promesa, que no se refiere sólo a la herencia sanguínea, tribal, sino a la gran promesa de la salvación. Isaac es un resucitado.
El amor y misericordia del Padre, manifestado en Jesucristo, según afirma Pablo: “Si Dios está a nuestro favor, ¿quién estará en contra nuestra? El que no nos escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no va a estar dispuesto a dárnoslo todo, junto con su Hijo?” Esa es la promesa.
Cuaresma es este camino de Abraham para experimentar la misericordia del Padre que se manifiesta en Cristo transfigurado. Transfigurémonos.